Estoy terminando de leer la memoria que
escribiera Diego Arria sobre su participación y experiencias en el conflicto de
la antigua Yugoeslavia, específicamente la agresión a Bosnia llevada a cabo esencialmente
por Slobodan Milosevic y sus militares cómplices durante los años 1991-1995,
agresión que culminó con una masacre en la cual las fuerzas de Milosevic
asesinaron a unos 8000 bosnios. Durante esos años miles de bosnios perdieron
sus vidas o fueron desplazados de sus hogares por la furia serbia. Las muertes
y despojos ocurrieron principalmente en ciudades como Ahmici, Sarajevo y
Srebrenica.
Parte de estos crímenes tuvieron lugar
durante el período, 1991-1992, en el cual Venezuela fue designada miembro del
Consejo de Seguridad. Diego Arria, el embajador de Venezuela ante la ONU, fue designado
presidente de este Consejo en marzo de
1992 y entró de inmediato a participar en los intentos de solución de las
crisis geopolíticas del momento, primero la de Somalia, la de Libia y luego la
de Bosnia.
Desde sus primeros momentos en el cargo
Arria tomó la determinación de jugar un papel pro-activo, a diferencia de la frecuente
pasividad que suelen mostrar los diplomáticos de carrera en el seno de la ONU,
organismo en el cual parecían existir dos mundos: el de la apariencia de
organismo internacional que toma decisiones colectivas y el de la realidad, de organismo
controlado por cinco grandes potencias que se reúnen en petit comité para tomar
las grandes decisiones y, luego, informan al resto de la organización. En este
juego doble, advirtió Arria rápidamente, el mismo secretario general
Boutros-Gahli, así como el funcionario encargado de mantener la paz, Kofi Annan,
parecían plegarse al juego de los cinco y acatar sus decisiones sin objeción.
Con el apoyo de varios países del grupo
de los no alineados Diego Arria promovió
una misión de observación de la situación en Bosnia y viajó a la región
en abril 1993, acompañado de los embajadores de Francia, Rusia, Hungría, Nueva
Zelanda y Pakistán. Ya para ese momento Arria había advertido la actitud de
relativa indiferencia de las grandes potencias ante la agresión Serbia a Bosnia
y sentía que la estrategia necesaria era una intervención enérgica de la ONU en
la región o, en su defecto, el levantamiento del embargo de armas a los
bosnios, a fin de facilitar su defensa.
Durante su visita, no exenta de
peligros, dada la situación de guerra imperante en la región, Arria pudo
confirmar sus sospechas que lo que estaba en desarrollo en Bosnia era un crimen
de limpieza étnica y religiosa, dado que su población era mayoritariamente
musulmana. La indiferencia de la ONU tendría posiblemente que ver con la
reticencia de las grandes potencias a aceptar un estado musulmán en el
corazón de Europa.
A su regreso la misión presentó un
detallado informe en el cual predominaba la idea de que la agresión a Bosnia
era producto de un criminal intento de Serbia, ayudado por los croatas, de
eliminar el estado bosnio y de repartirse sus territorios. Arria llegó a
definir lo que había visto como “un genocidio en cámara lenta”.
La actitud decidida de Arria en el seno
del consejo de seguridad lo colocó en choque con el secretario general y otros
funcionarios de la ONU, así como con los representantes de las cinco grandes potencias
que dominaban la toma de decisiones en el seno de la organización. Eventualmente,
lo pondría en colisión con su propio gobierno, ya que tomó la decisión de
ignorar la orden de votar por una resolución de la ONU con la cual estaba en
total desacuerdo, prefiriendo abstener al país en la votación. Ello le costó su
posición, por orden del Canciller Fernando Ochoa Antich, lo cual ocurrió bajo
la presidencia temporal de Ramón Velásquez, ya que CAP había sido desplazado de
la presidencia por la acción del fiscal general de la república.
En 360 páginas Arria nos describe el
intenso proceso del cual fue parte activa, desde su papel inicial en la presidencia del consejo de seguridad
hasta su participación como testigo de cargo en el juicio por genocidio que se
le siguiera a Milosevic en un tribunal internacional radicado en La Haya, organismo
cuya creación el mismo Arria había promovido activamente desde su posición en
la ONU. El libro puede leerse en varios planos, como descarnado informe de un
alto funcionario internacional y, quizás de manera más apropiada, como el testimonio
frecuentemente apasionado de un venezolano quien, colocado en la cumbre de la
organización mundial de naciones, luchó con mucho coraje para mantener
principios y valores contra los intereses particulares de las grandes potencias
y contra una organización burocrática que, con suma frecuencia, ha dejado de
cumplir con sus deberes de solidaridad y
defensa de los pueblos oprimidos.
Los llamados de Arria no fueron
escuchados en la ONU oportunamente y, como él había pronosticado, la agresión
Serbia culminó con los baños de sangre llevados a cabo en 1995. En 1999 Kofi
Annan reconocería sus errores en la inacción que hizo posible esas tragedias.
Los esfuerzos de Arria ayudaron a
acelerar el proceso de paz que terminó en Diciembre 1995 con la firma del
Acuerdo de Dayton, gestionado por Estados Unidos, un acuerdo duro de aceptar para
los bosnios pero, al menos, facilitador de la paz.
En 2014 Diego Arria fue llamado a La Haya
a servir como testigo acusador de Milosevic, declarando durante seis horas, siendo
interrogado por el propio Milosevic, quien actuaba como auto-defensor. Su testimonio
fue un poderoso elemento de juicio para la presunción de culpabilidad de Milosevic.
Sin embargo, en 2016, el acusado murió en su celda de un infarto y su muerte –
como ocurrió con la de Hugo Chávez – lo salvó de una condena y un severo
castigo.
Este libro de Diego Arria es un
documento clave para comprender la tragedia Bosnia, así como la fragilidad de
la ONU, los procesos secretos que llevan a cabo las grandes potencias para
tomar sus decisiones a espaldas del mundo y, muy importante, para darnos a
conocer mejor el credo humanístico del autor.