sábado, 24 de diciembre de 2011

En ruta hacia la Isla de Los Ochenta


La nave en la que viajo se aproxima a la Isla de Los Ochenta. Ya es posible adivinar su contorno entre la bruma. La bordea un arrecife hecho con prótesis dentales. En su extremo este se divisan las fumarolas Malaliento, las cuales recuerdan a la refinería de El Palito por sus aires cargados de aromáticos. Aunque sus maderas crujen y se bambolea más que Julio Iglesias (http://www.youtube.com/watch?v=QXYzLdeUmjU  ), el barco navega con el vigor de un caballo viejo rumbo al muelle de la Osteoartritis, situado en la ensenada de la Hipertensión. Hacemos girar el timón con cautela, para no despertar las protestas de nuestro manguito rotador derecho.

Navegar a través del inmenso archipiélago de la vida ha sido grato y maravilloso. No tengo ninguna prisa por llegar a Itaca y así me lo aconseja el poeta Kavafis: “No apresures el viaje. Mejor que dure muchos años”, me recomienda.

Y así ha sido. Puedo decir, de nuevo siguiendo a Kavafis, que “con placer, con alegría, he arribado a puertos nunca vistos. Me he detenido en los mercados y he comprado los más finos perfumes”. En ese sentido no me es posible pedir más. Además, ha sido la clave de mi felicidad que nunca he deseado lo imposible.

Hace ya algunos años que navego por el Mar de los Setenta. He tenido la suerte de encontrarlo un mar tranquilo y he sido impulsado por una suave y persistente brisa. La travesía ha sido sorprendente por lo fructífera y amable. No solo el paisaje ha sido hermoso sino que los vientos de estas latitudes me han ayudado a pensar con más claridad (o, al menos, así lo creo). Ahora comprendo mejor a los demás, poseo más empatía, aprecio más los pequeños detalles, hasta me han llegado a gustar los niños y los perros, quienes podrán no hablar pero se fijan mucho.

El barco transporta pasajeros con quienes he desarrollado una manera directa y sencilla de relación. Cuando no quiero hablar guardo silencio. Cuando no estoy de acuerdo así lo digo, sin rudezas innecesarias. He dicho adiós a las posturas y las reemplazo con la actitud. En este Mar de los Setenta he entrado en contacto con viajeros serendipiticos, quienes me han ayudado de una manera generosa en mi viaje pués saben que no tengo nada material que ofrecer a cambio. Han sido, pués, amigos en la mejor acepción del término.

A veces, ya no con tanta frecuencia, recuerdo mis viajes por las imponentes cordilleras de los Veinte, por las montañas exóticas de los Treinta, por las colinas de los Cincuenta y por ese suave declive hacia el mar de Jorge Manrique que fueron los Sesenta. En cada región disfruté de encantos y de satisfacciones. Pero me contenta haberme despojado ya de los temores y angustias que sufrí ocasionalmente en aquellas regiones. Eran temores a decepcionar, a fracasar, a ver mi viaje trunco. Como decía Mark Twain, pasé años preocupándome de cosas que nunca sucedieron. En retrospectiva, aún lo malo que me sucedió tuvo giros benignos que luego serían beneficiosos para mi travesía.

Así como los temores ya no existen, la nostalgia tampoco. Veo hacia adelante, aunque me encuentro con alguna frecuencia con mis padres, hermana y amigos idos, en el mundo paralelo de los sueños.

Veo hacia adelante y veo un cielo azul. Creo en lo que decía Robert Browning y cantó Frank Sinatra mucho después: “The best is yet to come”…. Lo mejor está aun por venir.

Y que es lo mejor? Aunque ya no podrá ser un viaje a las estrellas o ver nuestro planeta Tierra libre de déspotas y de miseria, es hermoso sentarme con mi compañera de toda la vida, con un vaso lleno de Corton Charlomagne, preferiblemente de la Casa de Jules Regnier, a admirar la puesta del sol.

El viaje es hermoso. En el mar flotan trozos de maderas finas, flores de diversos colores y algunas pastillas de diuréticos que anuncian la cercanía de la Isla.

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