Cuando me fui a estudiar Geología
a los Estados Unidos, allá por el año 1951, me conseguí una beca de la empresa
Shell de Venezuela, al final de mi primer año en la universidad de Tulsa,
Oklahoma. En el verano de mi segundo año la empresa me preparó un programa de
entrenamiento. Ello me hizo ir a Maracaibo, a las oficinas de la empresa y a
sitios donde se llevaban a cabo trabajos de campo, geología en la zona de
Bucarito, estado Lara y geofísica en las llanuras de Trujillo adyacentes al
Zulia. Recuerdo que me fui en un avión DC-3 de TACA que salió de Maiquetía y
paraba en Barquisimeto y Valera, antes de llegar a Maracaibo, con la mitad del
pasaje vomitando.
Llegar a Maracaibo por primera
vez fue para mí como llegar a un planeta desconocido, situado en el Manojo de Mircea.
Habiendo crecido en Los Teques nunca había visto una ciudad igual en Venezuela:
calles amplias y limpias, arboladas, edificios modernos con-existiendo con casas
pizpiretas de grandes ventanas coloniales pintadas de subidos colores,
edificios estilo colonial británico, como la oficina de Las Laras, de la Shell,
campamentos que parecían salidos de una postal de Borneo, como Bella Vista. Los
mercados del centro de la ciudad eran espectaculares, abigarrados, sobre todo
uno llamado de la Marina, cerca de las riberas del Lago, donde fornidos
caleteros cargaban inmensos sacos de unos plátanos gigantescos que vendían a 8
y 10 por bolívar. Qué ciudad! Además, tenía un estadio de béisbol donde jugaban
rivales sempiternos como el Pastora y Gavilanes. La llamada Plaza Baralt era un
hormiguero de actividad.
Qué ciudad! Decían que cuando se estrelló un avión contra
el Empire State, la prensa de Maracaibo reportó que un avión se había estrellado
contra el “edificio más alto del mundo”. Poco tiempo después había un gentío en
la Plaza Baralt viendo hacia un hotel de tres pisos, en búsqueda del avión.
Pero si la ciudad me causó una
profunda y muy positiva impresión, la gente me impresionó todavía más. Nunca
había oído tanta algarabía en mi vida. Y qué idioma era ese que hablaban? “Mirá, cristiano”, me llamaban y yo no
entendía. O ,“Me tenéis el ciruelo lleno é pepas”, es decir, me estás
molestando. En Maracaibo nadie hablaba de política (era la época de Pérez
Jiménez) y las protestas más vehementes
estaban reservadas en contra de algún pelotero que había cometido un error en
el partido dominical. “Marvin Williams, táis vendido a la campa y a la bata”,
gritaban algunos morenitos trinitarios.
El “maracucho” de la calle era de
estatura mediana a baja, redondo por la dieta de cerveza y plátanos filúos que
constituían su principal alimento, alegres, dicharacheros. Abundaban los “bachacos”,
de ojos claros y pelo muy rizado, extrañas mezclas, suponía, de las islas del
caribe con andinos. El tono predominante
de la piel, sin embargo, era un hermoso marrón claro, dorado por el sol. En la Plaza Baralt
se podía encontrar de todo lo imaginable y se vendía mucho whisky de
contrabando. Me lo ofrecían y me advertían “Este no está puyao”, lo cual significaba
que no estaba adulterado. Eran de una cordialidad avasallante y habían desechado
el usted como forma del lenguaje. Era tu desde el primer momento.
Las mujeres de Maracaibo eran
clase aparte, seguramente todavía lo son. Bellas, de grandes ojos, traseros
firmes, andar grácil y muy agresivas. En Los Teques las mujeres no miraban así a
los hombres, como manjares apetitosos. Y el lenguaje era, digámoslo así, “poco
ortodoxo”. Le mentaban la madre a cualquiera con entera naturalidad, lo cual
representó un shock para un tipo bastante gazmoño salido de las montañas
mirandinas. Pero, qué alegría y vigor!
En las seis semanas que estuve en
Maracaibo y en el Zulia me enamoré de la ciudad y de sus gentes. Conocí gente que luego serían mis amigos para
siempre: Los Faría, los Nagel, los Minoprio, Joseíto Jorak, Alberto Quirós,
Gustavito Inciarte.
Regresé a Maracaibo recién
graduado y allí estuve unos seis años hasta que la empresa me envió a Indonesia.
En Maracaibo me enamoré , me casé y allí
nacieron mis tres hijos. Obtuve la ciudadanía maracucha por “naturalización” .
En el mercado de Santa Rosalía me hacía pasar por maracucho para obtener buenos
precios. “A como tenéis las papas? “, preguntaba a la buena señora del puesto. No
la engañaba, pero ella agradecía mi esfuerzo mimetizante.
En muchas ocasiones sentí “nublarse
mi mente”, al comenzar a pasar el puente, cuando regresaba a Maracaibo. Pienso con
frecuencia en ella y en mis maravillosos años rodeado de su gente, original,
creativa y cordial. Yo dejé mi corazón en san Francisco, en la parroquia de
Maracaibo que lleva ese nombre. En Maracaibo hicimos nuestra primera casa, en Tierra Negra, en la esquina de la calle 13A
con 69A, si recuerdo bien.
Hoy, desde Virginia, le envío un
cariñoso saludo a quienes fueron, son y serán mis queridos amigos de Maracaibo.
Diogenito: Nos vemos en la bajada
de la Bandera!
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Los Aticos, Cerveza Regional, y lares, por unos tiempos!