Desde niños desarrollamos una
cierta fijación con personas que nos causan admiración y a quienes deseamos
imitar. Encontramos héroes a nuestro alrededor, en un padre noble y una madre
esforzada; en un maestro o maestra, a quienes vemos como una poderosa luz
iluminando el camino; en un amigo o amiga, a quienes admiramos y vemos como un
ejemplo a seguir en nuestras propias actividades. En la inmensa mayoría de los
casos esos héroes de nuestra niñez, adolescencia y hasta edad madura o senil –
porque seguimos cultivando héroes hasta el final de nuestras vidas – nos sirven
de inmensa ayuda para pasar por la vida, honrándolos con nuestra conducta,
haciéndonos merecedores de su aprobación.
Hay otros héroes, a quienes generalmente
no conocemos y con quien establecemos una relación asimétrica. Lo sabemos todo
acerca de ellos y ellos no saben nada acerca de nosotros. Cuando tienen éxito
nos alegramos, cuando tienen un fracaso, sufrimos con ellos. Los seguimos casi
a diario en sus quehaceres. Sirven de patrones de imitación para nosotros,
sobre todo cuando estamos en la etapa de la infancia y la adolescencia,
pero con
alguna frecuencia, conservamos por toda la vida un interés por ellos o
ellas, el cual puede llegar - para algunos - a convertirse en obsesión. Hay toda una rama
de la psicología orientada al estudio de lo que puede llegar a ser una
condición patológica, como lo evidencian los ataques físicos de “admiradores/ras a estrellas del deporte o
de la pantalla. Recordemos el caso del atacante de Ronald Reagan, quien
“solamente” quería impresionar a la bella actriz Jody Foster, a quien
idolatraba.
En mi caso siempre he tenido un
ídolo del béisbol. Desde que tenía 5 años he mantenido una relación de admiración
y simpatía con algún beisbolero. 80 años después del primero son varios los
jugadores de ese deporte a quienes he considerado como “ídolo” en algún
momento. El primero fue Vidal López, quien no solo era lanzador destacado sino
que bateaba mucho, casi siempre en el cuarto lugar. Lo único que le faltaba era
ser novio de la madrina. Lo llamaban El Muchachote de Barlovento y, por su
color, nunca pudo ir las Grandes Ligas. Creo recordar que si jugó en la liga
Mexicana. Lo vi jugar en Los Teques, junto a estrellas como Cocaína García,
Gibson y Dandridge y toda aquella maravillosa
“fauna” compuesta por el Dumbo Fernández, el Conejo Fonseca, el Ovejo Finol y
el Mono Zuloaga. Hasta un Tarzan había, Tarzan Contreras.
Cuando Vidal desapareció lentamente,
como un barco que se pierde en el horizonte, encontré su remplazo en Héctor Benítez,
“Redondo”. ¿Por qué le decían Redondo? Nunca lo supe, pero me encantaba verlo
jugar, lo cual hice en el viejo estadio de San Agustín y en la Serie Mundial de
béisbol amateur de 1944, serie mundial,
jugada en el Estadio Nacional, situado en El Paraíso, Caracas, donde lo vi
conectar un jonrón de 486 pies. Benítez tenía un bello “swing” y en el campo
era notablemente confiable. Cuando levantaba su brazo izquierdo ya sabíamos que
iba a atrapar la pelota en el bosque central. Héctor vivió un largo tiempo y,
hacia su final, se hizo chavista, creo. Igual lloré su muerte, porque fue un
ingrediente importante de mi niñez.
Redondo dio paso a Carrasquelito,
Alfonso Carrasquel, el espigado sobrino de Alejandro, Carrasquel, El Patón.
Alfonso, a quien apodaban Chico, fue uno
de los primeros venezolanos en las Grandes Ligas. Cuando fui a Nueva York a
estudiar inglés, en 1951, lo vi jugar en
el viejo Yankee Stadium, pegando 5 hits en cinco veces al bate. Ese día fue de
intensa felicidad para mí y, supongo, también para él. Carrasquel le comenzó a
dar una nueva y mayor dimensión a mi simpatía, porque no solo era un gran deportista
sino un gran caballero. Carrasquel fue remplazado por Luis Aparicio, a quien también
admiré por largos años por sus proezas deportivas y por su caballerosidad.
Quizás el mayor de mis ídolos
deportivos ha sido Andrés Galarraga. Al
igual de Carrasquel y Aparicio, Galarraga combinó sus proezas deportivas con
una impecable personalidad ciudadana, cordial, modesto, siempre sonriente.
Poseía un estilo muy personal de batear pues se paraba casi de frente al
lanzador. Su carrera en las Grandes Ligas vio un renacer cuando fue enviado a
Colorado, donde ganó el campeonato de bateo de ambas ligas (370) y luego,
cuando venció el cáncer para jugar una o dos buenas temporadas más con los
Bravos de Atlanta. Compartí intensamente su saga y esa gran culminación de su
brillante carrera.
Más recientemente mi ídolo
deportivo ha sido Miguel Cabrera, uno de los más grandes peloteros que ha dado
Venezuela, quien ha tenido inmensos logros que lo deben llevar a unirse a Aparicio
en el Salón de la Fama del béisbol pero cuya carrera parece haber llegado a una
etapa de franca declinación, debido a las lesiones que lo han afectado durante
los últimos años.
Estos ídolos han contribuido
poderosamente a mi felicidad en la vida, al compartir con ellos tantos éxitos y
también me han ocasionado episodios de breve depresión, cuando lo están
haciendo mal o cuando se veían involucrados en algún problema vivencial. Esto
quizás demuestra una cierta inmadurez de mi parte, de lo cual me declaro culpable y me hace
pensar que el impacto de los héroes deportivos sobre sus seguidores ha llegado
a ser, en estos tiempos, una espada de doble filo, sobre todo entre las
juventudes de grandes países como USA, en el caso del béisbol y del baloncesto,
o de Europa, en el caso del futbol. En efecto, cuando los jóvenes ven a sus
ídolos con problemas de drogas o cayéndole a golpes a su cónyuge, padres o novias,
el impacto es siempre negativo porque, o los rechazan, con la inevitable
tristeza de ver caer a un ídolo, o lo imitan, lo que los puede llevar a su propio
deterioro como seres humanos.
De manera que hoy en día, más que
nunca, el deportista destacado tiene una inmensa responsabilidad dentro y,
sobre todo, fuera del campo de juego. En estos meses ha habido una verdadera
epidemia de violencia doméstica llevada a cabo por beisbolistas de las Grandes
Ligas, un total de unos nueve casos. De
estos nueve casos, siete han involucrado a peloteros latinoamericanos, el
último Odubel Herrera, un joven jugador venezolano de Filadelfia. Esto posiblemente
le va a costar su carrera a este promisor deportista porque ya fue suspendido
por el equipo. En el pasado, Francisco Rodríguez, lanzador venezolano, y el
propio Miguel Cabrera, mi ídolo, se han visto envueltos en episodios de
violencia a nivel familiar. Esto me ha decepcionado un tanto de Cabrera, porque
no puedo desdoblar al deportista de su condición humana y ciudadana, la cual
considero parte indivisible de la personalidad. Afortunadamente, ya estoy muy
viejo para imitar a mi ídolo en esta faceta poco atractiva de su vida (nunca me
han atraído esos procedimientos y, cuidado, mi esposa es maracucha) pero es indudable que el comportamiento social
errado puede llevar a muchos jóvenes a una imitación indeseable. Este es un
campo del estudio social al cual
regresaré en próxima oportunidad porque
tiene importancia mucho mayor de la que pensamos y va a la raíz de nuestra cultura
latinoamericana, lamentablemente machista.
Héroes, sí. Pero, ¡no los
imitemos en todo!
Los peloteros ya no son como los de antes. Hace poco vi el HR Derby de 1959 en You Tube.
ResponderEliminarSi ya admiraba a esos peloteros los admiro más ahora. Modestos, caballeros, simpáticos. Mantle, Aaron, Killebrew, Mays, Banks y un grupo de estrellas de esos años. Muy diferentes de tantos en la actualidad: greñudos, tatuados, con zarcillos, vulgares, maleducados y, como Ud. señala, algunos con historiales de violencia doméstica. Eso sin contar la penosa era de los esteroides, que ensució el juego.
Andres Galarraga es un gran pelotero y mejor persona. He tenido oportunidades de conocerlo y tener intercambios con él. Mi suegro fue su coach en varios equipos.
ResponderEliminar