Me sentí
muy agradecido por este tratamiento tan generoso y pensé en retribuirlo de
alguna forma. Por ello introduje una petición para ser voluntario en el
hospital, para lo cual debí llenar varios formularios y presentar testimonios
de dos personas que me conocían y podían dar fe de mi buena condición ciudadana.
Al cabo de algunas semanas de haber
introducido mi petición, me llamaron
para decirme que había sido aceptado y que debía acudir a recibir
entrenamiento.
El entrenamiento
inicial fue de todo un día, compartido con unos 30 otros “primerizos”, la mayoría
mujeres de 50 o más años, algunos jóvenes estudiantes de bachillerato y algunos
hombres de 60 o más años (yo tenía 76 para ese momento).
Comencé mi actividad como voluntario del
hospital y fui asignado al Instituto Cardíaco- Vascular, asistiendo cada lunes,
primero en el turno vespertino, luego cambiado al turno matinal, de 9 a.m. - 1 p.m.
Los
primeros meses fueron duros, como es el caso de todos los principiantes, porque el hospital es inmenso y sus vericuetos
son múltiples. No es un solo hospital sino cuatro hospitales en uno, uno para pacientes
cardio-vasculares; uno para medicina general, uno para niños y uno para mujeres.
Aunque yo estaba en el instituto cardiovascular podía ser requerido para tareas
en cualquiera de estos sitios. Iría a múltiples
laboratorios, áreas de examen, centros de documentación, departamento de defunciones
y a otras unidades especializadas, por ejemplo la de diálisis. La lista de direcciones de las
unidades individuales era de cuatro páginas y orientarme en aquel gran laberinto
de unidades me tomó meses. Muy poca gente
del mismo hospital conocía otras dependencias fuera de sus especialidades. Los
voluntarios debíamos desarrollar un conocimiento de todo el complejo.
Mucho de mi trabajo consistía en transportar pacientes
en silla de ruedas desde su habitación hasta un laboratorio u otra unidad
médica para hacerse exámenes o para llevarlos al sitio donde lo esperaban sus familiares,
en caso de ser dados de alta. Debía mantener
una actitud muy impersonal, sin entrar a relacionarme con ellos. Esto era
difícil porque los pacientes se mostraban generalmente deseosos de cambiar
impresiones con alguien sobre su experiencia y hasta pedir una opinión sobre
sus dolencias. Nuestro reglamento prohibía estrictamente este tipo de intercambios
por razones comprensibles, hasta de tipo legal. Sin embargo, tuve encuentros inolvidables.
En general, me impresionó la fortaleza, la reciedumbre con la cual estos pacientes
encaraban sus problemas, bastantes de los cuales eran de extrema gravedad. Advertí
en la mayoría de ellos un fuerte sentimiento religioso y un vigoroso sentido de
dependencia emocional en la familia. Vi jóvenes de 25 a 30 años, ya con doble trasplante
pulmonar y cuyos rostros aún llevaban la huella de la adolescencia, enfrentados
con la amenaza de una muerte a corto plazo. Nunca pude ofrecerme como
voluntario para el hospital de niños porque no hubiera podido soportar verlos
enfermos, a edades en las cuales apenas comenzaban sus vidas. Tampoco me atreví
a integrar el grupo de voluntarios especializados en interactuar con pacientes
y familiares de pacientes en situación terminal, aquellos quienes esperaban
morir en breve. No hubiera sabido como consolarlos porque soy de quienes piensan,
como lo aconsejaba el poeta Dylan Thomas, que uno debe rebelarse contra la
llegada de la noche:
Do not go gentle into that good night/ Old age should burn and rave at close of day/ Rage, rage
against the dying of the light
Lo
tercero que me impresionó fue la calidad humana de quienes sirven de
voluntarios. En especial, desarrollé una especial amistad con el coordinador de
mi grupo de voluntarios, quien tenía ya unos 16000 horas de servicio. Durante
los casi 11 años en los cuales estuve activo logré tener un poco más de 2100
horas se servicio. Y este hombre tenía ocho veces más! Tenía varios turnos
semanales. Además, participaba de otras organizaciones voluntarias, su vida literalmente
giraba en torno al servicio a la comunidad. Bajo su coordinación vi llegar y partir
a muchos otros voluntarios, todos quienes dejaron agradables recuerdos en mí.
Recuerdo con especial afecto a Jim, quien tendría unos 90 años. Era un iconoclasta,
siempre tratando de hacer las cosas “a su manera”. Muy delgado, una vez que regresaba
a nuestra oficina después de una tarea, se le rodaron los pantalones en presencia
de varias personas. Serenamente, los recogió y se los ajustó de nuevo alrededor
de la cintura, como si nada hubiera sucedido. Jim estaba leyendo continuamente,
mientras esperábamos la siguiente tarea. Un lunes llegué a mi turno y pregunté por él, quien no había llegado. El coordinador me
dijo: “Jim fue promovido durante fin de semana” (En inglés: Jim was promoted
upstairs over the weekend). Había ido al cielo.
El coordinador
era metodista y me preguntó un día si yo
estaría interesado en asistir cada jueves a un desayuno con unos ocho a diez otros voluntarios o miembros de la iglesia
donde él iba, a sin ningún objetivo que no fuese reunirnos. Le respondí afirmativamente
porque no quise ser descortés y porque me extrañó que me seleccionara para integrar
su grupo, ya que era culturalmente bastante diferente.
Eso fue
hace unos 7 años. Desde entonces, con excepción de la etapa de la pandemia, nos
hemos reunido a desayunar en el mismo sitio, un día a la semana, un grupo que fluctúa
entre 8 y 10 miembros, en el cual yo creo ser el mayor, aunque casi todos están
en sus 80. El sitio donde desayunamos ofrece un plato especial (The Old
Standby) para “seniors”, el cual cuesta
$9 y ofrece huevos, con salchichas o tocineta, papas, café, jugo y pan tostado
con mantequilla y mermeladas. Durante los primeros desayunos a los cuales
asistí, algunos de los miembros del grupo me veían como llegado de otro planeta
y no se atrevían a hablar conmigo. Cuando yo les hablaba me preguntaban que
había dicho, porque sus mentes les ordenaban no entender mí acento. Por
supuesto, después de más de 300 desayunos, ya soy uno de ellos.
¿De que
no hablamos? No hablamos o hablamos muy
poco de política, aún en momentos en los cuales sucedían asuntos de extrema
importancia en la vida política del país. Hablamos mucho sobre los temas de actualidad
de naturaleza social, sobre las experiencias en el hospital, deportes, asuntos
financieros que conciernen a todos menos a mí y, por supuesto, sobre la
pandemia y sobre calentamiento global.
Un tema frecuente
en estas conversaciones es el de la familia, el cual me interesa profundamente porque,
desde que leí a De Tocqueville, comparo
las razones del éxito estadounidense como nación y del relativo fracaso de
nuestras sociedades latinoamericanas, llegando a la conclusión de que está en
la manera como se ve a la familia. En el grupo de mis amigos metodistas la familia
es un núcleo fundamental de sus vidas, basado en un objetivo supremo, el de
lograr que cada uno de sus miembros progrese y se haga miembro pleno de la
sociedad a la cual pertenece. Son implacables en la consecución de este
objetivo, esencialmente a través de la educación. Mucha de la conversación del
grupo gira en torno a los logros de los miembros de sus familias, con un
orgullo inmenso por esos logros. Cada escalón que suben es celebrado. En el
seno de la familia latinoamericana existe, igualmente, una gran solidaridad,
pero apunta con demasiada frecuencia a la defensa incondicional de sus miembros
frente al mundo circundante, más que al objetivo de insertar a esos miembros en
la comunidad del cual forman parte. ¿Será por eso que cuando preguntamos a
amigos como están, nos responden con frecuencia: aquí en esta esquina…. O, defendiéndonos,
de enemigos reales o imaginarios?
El otro
tema importante de conversación es el trabajo comunitario, el cual es mucho del
cemento que une al grupo. He podido ver que los metodistas piensan que el
hombre está en la tierra para servir,
para ayudar a otros. Y es a través de esa labor de ayuda que se ve posible capturar
el cielo. Esta es una creencia que encuentra algún eco en mí, a pesar de que no
soy religioso. No soy creyente pero pienso que, si existiese un Dios moral que
acoge a las buenas almas en su eterno seno, este proceso de selección deberá estar
basado en las buenas obras más que en la fe.
En todo
caso, estos desayunos se han convertido en una importante parte de mi vida.
Comparto con este pequeño grupo de amigos logros y percances y encuentro en
ellos un vigoroso reservorio de esperanzas y solidaridad.
Querido Gustavo,
ResponderEliminarTe felicito! Excelente artículo. Gracias por compartir tus vivencias.
En Venezuela también existe visitas a los enfermos. Hay muchas organizaciones católicas de ayuda a los necesitados. Con los jesuitas yo iba a Petare y también trabajé con las Damas Salecianas.
Saludos, Bendiciones,
MT
Buenas tardes que gusto en lerle un placer. Ve lo que pienso, su buenas acciones es porque sin darse cuenta anda en sintonia con el Creador, como cuando uno entra a la habitacion o a un lugar oscuro y enciende la luz.la luz esta ahi solo hay que darle al interruptor. y ud lo hace constantentemente con sus buenas acciones. Y se le ha hecho un habito llamemoslo asi y no lo logra ver la fusion entre su cuerpo fisico y el espiritual. y no le ve nada de extraordinario por la humildad en ud. El cuerpo espiritual es el que lo mantiene unido a Dios. O sea FE. Pero es un amalgamado, en ud que como dije, no le ve nada de extraordinario. Saludos,mis respetos.Deseo que este muy bien. Y que pueda regresar a Venezuela.
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