Mapa geológico de la zona de Algodones, estado Lara. Mi primer trabajo como geólogo
ERNESTO, EL FILÓSOFO DE QUISIRO
Cuando me gradué de geólogo, en
mayo de 1955, fui empleado de inmediato por SHELL VENEZUELA y enviado a hacer geología
de campo junto a un geólogo experimentado. Seis meses más tarde se me encomendó
mi propio Grupo Geológico, el número 2, el cual llevó a cabo trabajos de
exploración geológica de superficie en los estados Falcón y Lara. El objetivo
de estos trabajos era mejorar nuestro conocimiento geológico de una zona que en
aquél entonces los geólogos definían como un Borde de Geosinclinal, en el área de Siquisique, estado Lara, lo
que hoy probablemente se llamaría una zona de contacto entre dos placas
tectónicas. En aquella época los geólogos de SHELL se imaginaban que, por
debajo de los grandes bloques de rocas de edad cretácica embutidas en los
sedimentos del Eoceno podrían encontrarse rocas del cretáceo en facies de plataforma similares a
las de la cuenca de Maracaibo, propicias para la generación y acumulación de
petróleo. En teoría, pensaban, sería quizás posible perforar un pozo en esa
zona y encontrar objetivos petrolíferos.
Estos trabajos fueron mi bautizo de fuego como
geólogo y se llevaron a cabo, inicialmente, en una de las áreas geológicas más complicadas del occidente de Venezuela,
la zona de Los Algodones, cerca de Siquisique.
Pero, no es este el tema de mi
escrito. El tema tiene más que ver con el aspecto humano de mi experiencia. Como
decía, fui puesto a cargo de mi propio Grupo Geológico #2, el cual estaba
integrado por un geólogo, un caporal, tres a seis obreros, dependiendo de la
zona, un chofer y un cocinero, además de tres mulas, si ellas eran necesarias.
El grupo tenía a su disposición dos vehículos, una camioneta POWER WAGON que se
utilizaba para transportar todos los enseres propios de un campamento, desde
tiendas de campaña hasta ollas, y un jeep que era utilizado para transportar a
los miembros del grupo. Mi Grupo #2 tenía como caporal a Ernesto Meléndez, como
chofer a Eutimio Blanco, como obreros a Elías, a Cipriano y dos personas más
cuyos nombres no recuerdo y un cocinero, un gigantón de porte atlético quien resultó estar tuberculoso.
Pero esa es otra historia.
Cuando me encargaron de mi
primer grupo geológico tenía 23 años pero ya me sentía bastante maduro, después
de años de niñez y adolescencia muy felices en Los Teques, algunos meses en
Nueva York y cuatro años de estudios universitarios en Tulsa, Oklahoma. Mi caporal, Ernesto Meléndez, tendría entre 50
y 60 años. Era de mediana estatura, magro,
de cara con algunas arrugas, de contagioso y perenne buen humor. Al poco tiempo
de trabajar con él deseché el uso de mi brújula, con la cual me orientaba para
encontrar los caminos a los afloramientos rocosos que debía estudiar o el regreso al campamento al final de la
jornada. Ernesto me escuchaba decir: “Vámonos por aquí” y, – con frecuencia –
me decía: “Como no Dr. Gustavo, pero si queremos llegar más rápido, podríamos
irnos por acá”. Y, en efecto, el camino que el sugería basado en su experiencia
en el campo generalmente resultaba ser más rápido y eficiente que el indicado
por mi brújula.
Ernesto era un líder nato y el
grupo le obedecía sin chistar. Era de Quisiro, un pueblo en el estado Zulia,
cerca de la frontera con Falcón. Allí residía su familia, la cual incluía tres
hijos e hijas ya grandes.
En una ocasión me pidió un
permiso de tres días para ir a Quisiro. Me dijo que su hija mayor se estaba
casando. Se fue y regresó en el plazo señalado pero noté que venía muy callado,
sin sus demostraciones usuales de buen humor. Comencé a indagar la razón de ese
cambio y, luego de algún tiempo, me confesó que cuando fue a la boda de su hija el sacerdote itinerante
(no había uno permanente en el pueblo) le preguntó si él estaba casado. Ernesto
respondió que no, que él tenía casi 30 años viviendo con su mujer. El sacerdote
le respondió que, a fin de casar a la hija, él exigía que Ernesto y su mujer se casasen también. Ernesto se
rebeló al principio pero tuvo que acceder, so pena de arruinar la boda de su
hija.
De manera que regresó al grupo
casado, lo cual – me confesó – lo hacía sentir muy mal, ya no como un hombre
libre sino como un prisionero. ‘Dr. Gustavo. Yo era feliz con mi mujer y jamás
he pensado dejarla. Es mi compañera y amiga. Esto obligado no me gusta, ni a
ella tampoco. Los dos estábanos bien
como estábanos” (la gente de esa zona no
usa mucho la m).
“Antes me sentía como un
águila, ahora me siento como un lorito enjaulado”, me dijo.
Poco a poco, al correr de los
días y las semanas Ernesto fue recuperando su buen humor de siempre. Hice
esfuerzos por asegurarle que aunque el matrimonio no era realmente necesario
entre él y su mujer, era deseable como ejemplo para los hijos.
Ernesto y yo trabajamos por
unos tres años, durante los cuales,
creo, influimos positivamente el uno en
el otro. Yo admiré en él su espíritu trabajador, su alegría de la vida, su
sabiduría instintiva para manejar gente bajo sus órdenes. Por mi parte, le
transmití algunas habilidades, gracias a la educación recibida, lo cual me daba
cierta ascendencia sobre él a pesar de mi juventud. Pude complementar su
conocimiento empírico de la naturaleza con nuevas maneras de verla y
disfrutarla. Se hizo un “experto” en amonitas. ¿Se imaginan ustedes a un hijo
de Quisiro, sin educación formal, hablando de las oxytropidoceras?
En uno de nuestros descansos del trabajo de campo, en Maracaibo, invité a los miembros del grupo a mi apartamento a tomarnos algo y llevé a mi novia, Marianela, quien me dijo que Ernesto había estado hablando con ella, haciendo grandes elogios de mi persona, agregándole que no lo pensara mucho, que yo siempre le había dicho que el matrimonio era el estado ideal. Y, a mí, me dijo que Marianela le había dicho que me quería mucho y que deseaba casarse lo antes posible.
Ernesto era un excelente caporal y, además, en aquel momento actuó como un poderoso agente catalizador de lo que sería mi feliz matrimonio de 62 años con Marianela, el cual aún vive intensamente en mi recuerdo. Cuando salimos de Maracaibo, en 1960, casados, perdí su pista y no lo vi nunca más. Hoy Ernesto tendría alrededor de unos 115 años de edad y pienso, al recordar su vigor, que podría estar viviendo apaciblemente en Quisiro. Pienso en él con profundo afecto, como un miembro de ese grupo bendito que la Biblia denomina la sal de la tierra, en su justo sentido de condimentar, darle sabor a la vida y de preservar, mantener la unidad y la concordia de la familia y de la gente a su alrededor. Durante mis años trabajando en el campo venezolano conocí muchos sencillos y humildes compatriotas adornados de esas virtudes.
Que artículo tan interesante. Bien admirable en la forma como presenta detalles y emociones sobre situaciones cotidianas. Se destaca por su habilidad como buen escritor. Gracias por su publicación Sr. Coronel.
ResponderEliminarMuchas gracias por ese comentario tan elogioso. Como diría Clint Eastwood: "You made my day".
ResponderEliminarHermoso escrito... Me recuerda los cuentos que contaba mi papa cuando iba con el MOP en 1950-1960 a construir carreteras en oriente.... Como hacen falta esos tiempos.
ResponderEliminarGracias