Hoy,
martes 26 de abril, estoy en Filadelfia y he pasado todo el día
caminando dentro del corazón de la libertad. Para todos quienes la amamos, caminar
por el centro de Filadelfia produce igual emoción que la de un hadji en La Meca, un católico en la plaza
de San Pedro o un melómano frente a la tumba de Sergio Rachmaninnov. Son
unas 10 manzanas en el centro de Filadelfia que se caminan con reverencia y asombro
ciudadano, reviviendo la historia de como una nación se hizo libre, cuanto sacrificio individual lo hizo posible y
cuanta dedicación y generosidad pública
o anónima contribuyó a forjarla.
La
historia que se va revelando ante nuestros ojos al ver los sitios y objetos hoy
sagrados, al leer sobre las gestas individuales, es una de generoso y
desinteresado esfuerzo. Vemos honrados en bronce nombres que nunca habíamos escuchado
antes, pilares fundamentales del
esfuerzo. Por ejemplo, Robert Morris,
1734-1806, de quien nunca había oído hablar y quien fue el financista de la revolución, por lo cual terminó arruinado. Su estatua está hoy en el centro de la ciudad. Benjamín
Franklin está en todas partes, en los museos, en las tiendas de “souvenirs”,
dando nombre a esquinas, museos e institutos.
En
el edicicio del centro de la independencia un niño de
hoy y también un anciano, pueden sentarse en una silla, copia exacta de
la silla utilizada por los firmantes originales, para “estampar” su firma en la
declaración de la independencia.
El empleado pulcramente uniformado que hace
guardia al lado de la campana de la libertad nos cuenta la historia con ojos humedecidos. No hay nada más contagioso
que las lágrimas cuando hablamos de libertad.
Camino
por la calle Walnut hacia el oeste y encuentro el Museo de la revolución
Americana y el museo Franklin a mi izquierda y, a mi derecha, el museo de la Libertad. Al llegar a la intersección
con la calle 5 veo un jardín, florecido y adornado de “dogwoods”. allí está situado el
Hall de la Independencia. En la calle 6, cruzo a mi derecha para llegar al
edificio de cristal que aloja la campana. Al lado de este edificio hay un pequeño lote de unos 200 metros
cuadrados que marca el sitio de la primera casa de los presidentes, donde George Washington
y luego John Adams vivieron durante sus presidencias.
Al
cruzar la calle Market entro al Centro
de Visitantes, un primoroso edificio que contiene servicios de información,
centro de ventas de souvenirs, un café y el baño público más pulcro que he
visto en mi vida. Además veo numerosos panfletos turísticos sobre visitas
cercanas, incluyendo la zona de los Amish. Hay un pueblo allí llamado
INTERCOURSE, que me parece un destino atractivo, aunque quizás de difícil acceso para mí.
Filadelfia
es una ciudad interesante pero ha sido muy golpeada por la pandemia. Muchas de
sus atracciones y restaurantes de nombres atractivos están cerrados y algunos
se muestran señales de deterioro irrecuperable. Sus museos son extraordinarios
pero, lamentablemente encontré cerrado la joya de la ciudad, el museo Barnes.
Visité el Instituto Franklin de ciencias, sitio donde fui uno de los pocos
adultos, lugar lleno de niños bulliciosos interactuando con los diversos puntos de exhibición, donde uno puede verse todos los detalles acerca de su cerebro, caminar dentro de un corazón o visitar a
Harry Potter.
Estuve en el muy recomendado Mercado Terminal Reading, el cual es muy grande, con unos 80 sitios individuales de venta de todo tipo de comida, flores, frutas y vegetales, al estilo del mercado de las Ramblas de Barcelona o el de Madrid, pero no a la altura de estos. Allí me desayuné con un gumbo de camarones y unas salchichas de cocodrilo en un sitio de comida “cajun”, no muy limpio. La señora vendedora no cesó de decirme “Darling”, muy a la “Gone with the Wind”.
Cerca del mercado se encuentra el Barrio Chino, copia al carbón
de los diversos barrios chinos de las ciudades estadounidenses (excepto el
notable de San Francisco), con pequeñas cuevas oscuras donde se comen
extraordinarios patos laqueados y maravillosos puestos de frutas (creo que los
chinos acaparan las frutas más hermosas del mercado para venderlas en su
barrio).
Comí
en dos restaurantes que me llamaron la atención, ambos muy buenos: el MALBEC
ARGENTINA, en la calle 2, pequeño pero
con unas carnes extraordinarias. Llegué a la hora del “happy hour” y comí brochetas
con chimichurri y salchichas muy buenas y tomé malbec muy agradable, todo por
$44.
Al
día siguiente fui al “OLD BOOKBINDER”, en la calle Walnut, y comí media docena
de ostras, una excelente ensalada de salmón y torta de chocolate, todo con un aceptable “Chardonnay” de la casa, por
$45, también por estar dentro del “happy hour”.
Durante
mi estadía de 2 ½ días en Filadelfia caminé 14 millas, según mi celular. Creo
que demasiado para mi edad, mi talón derecho me lo está reclamando, pero si uno
desea conocer una ciudad hay que caminarla. Sobreviví en razonable forma.
Regreso
a mi casa satisfecho de haber estado en el corazón de los acontecimientos que
dieron origen a esta gran nación. La emoción que despierta la libertad no tiene
fronteras ni nacionalidad. Al contrario, tiene un ingrediente contagioso. Salí
de allí con las pilas recargadas en mi deseo y propósito de ver a Venezuela
libre de tanta alimaña ignorante, cursi y corrupta, deseoso de seguir luchando
no solo contra los criminales sino contra quienes le hacen la corte, esas versiones
criollas de Patricia Hearst.
Se te ve muy bien Gustavo. En Caracas hay dos sitios buenos para comer ostras, el primero AltaMAR en Altamira, de buena factura. Las de Oceanico OYSTER BAR en Av. Panorama, C.C. Mirador, nivel PB, local 1, Lomas de San Román, Caracas (Excelentes). Es delicioso ver Caracas comiendo Ostras y tomando Cócteles Vodka con Absolut Watermelon.
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Va un buen abrazo,
ACOSTA, MADRID.
Buenos noches Ing: Que gusto leerle.Sabe, mejor yo lo invito a comer arepas de harina en Merida, Exclusivas para usted.Tiempo sin saludarle, Que bueno que esta bien, Dios le bendiga a usted y a su familia.Mis respetos.
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