Escribo esto, pidiendo excusas a los lectores, porque no solo de petróleo
vive el hombre
Uno pasa por la vida amando, un sentimiento en ocasiones
difícil de definir pero que siempre muestra ingredientes tales como la ternura,
la compasión o la total necesidad de compañía
de la persona amada, así como admiración y reverencia por la mujer como ser
humano excepcional, orgullo, cuidado y atención hacia los hijos, constantes deseos de
compartir con los amigos y hasta dulces recuerdos del perro que tuvimos. Amamos
la naturaleza y una humanidad que sufre agobios y angustias. Podemos - en fin – hablar de amor por la vida, aunque
quizás esto último tenga un componente demasiado poderoso de instinto para
hacerlo digno de figurar junto a aquellos otros tipos de sentimientos amorosos.
En uno de los dos o tres libros que siempre he tenido a
mi lado, “La Montaña Mágica”, de Thomas Mann, puede leerse sobre un triángulo
amoroso, expuesto de una manera – digamos – muy alemana – por el autor. Se trata
del formado por el protagonista de la novela, Hans Castorp, su amada Claudia Chauchat y el no tan joven
holandés Pieter Peeperkorn. Uno se imagina que un escritor latino hubiera
podido abordar este caso de una manera bastante diferente, típicamente
pasional, hasta con uso de un puñal. Pero Mann decide crear una trama cautivante,
alternativamente trágica y cómica pero
siempre didáctica sobre las frecuentemente elusivas facetas del amor.
“La Montaña Mágica” es una obra de unas 700 páginas, ocasionalmente
difíciles, llenas de caminos que se apartan y se entrecruzan, escrita durante
los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial, repleta de
reflexiones sobre el tiempo, la muerte, el sentido de la vida, el heroísmo y
otras facetas del ser humano. Quien
tenga 15 años y decida ir a su encuentro, le aseguro que ella lo acompañará el
resto de su vida.
Yo así lo hice y la he leído muchas veces por más de 70
años, con frecuencia abriendo sus páginas al azar a fin de reencontrarme con
los viejos amigos del Sanatorio Internacional Berghof. Al hacerlo siempre he
podido ver facetas nuevas en la obra, las cuales me han servido de inmenso
disfrute intelectual, catalizadoras de mis propios sentimientos, mostrando
siempre novedosos atisbos que me han sido de utilidad para marcar mi rumbo.
En estos meses de pandemia he regresado a leerla, una vez
más. Estos han sido largos meses en los
cuales hemos estado reducidos a la amable prisión de nuestro hogar. Durante
esta larga etapa mis días – como estoy
seguro que les ha sucedido también a ustedes - han comenzado a lucir idénticos, repetitivos, de
forma tal que parecen transcurrir con gran rapidez. Como debo tomar una pastilla
para el corazón cada doce horas ello me permite utilizarlas como medida de mis
días. Cada caja de pastillas me dura un mes y veo, hasta con terror, como desaparecen con cada mayor velocidad.
En mi más reciente lectura de “La Montaña Mágica” he
logrado una mejor apreciación sobre aspectos
previamente pasados de largo, en especial los relacionados con ese
triángulo amoroso de Castorp, Chauchat y Pepeerkorn.
Al reabrir el libro en las páginas en las cuales el
maravilloso primo de Castorp, también
paciente del sanatorio, Joachim Ziemsen acaba de fallecer y cuando ya los densos diálogos entre Ludovico
Settembrini, el humanista, y Naphta, el insoportablemente lógico jesuita, han
comenzado a ser fatigantes me encuentro con una nueva historia dentro de la historia,
la cual consiste en la llegada al sanatorio internacional Berghof del holandés
Pieter Peeperkorn, ya no muy joven, de unos 60 años, acompañado - nada menos –
que de Claudia Chauchat, el gran amor por cuyo regreso Hans Castorp había esperado
por largo tiempo, después de haber tenido con ella una “relación” que se
concretaría en una alocada noche de carnaval. Sin embargo, ahora la ve llegar
acompañada de un extraño ser que parece mezcla de padre y amante.
Cuando ya la novela mostraba algunas señales de
languidez, repito, se presenta en el sanatorio del Dr. Behrens este holandés,
de aspecto y personalidad que hacen un inmediato impacto entre los pacientes.
Llega acompañado de la mujer amada de Castorp y esta presencia le da a la
novela un segundo aire, el cual me permite apreciar una nueva arista de la
personalidad del autor, no ya como el gran alemán cerebral que fue sino como un
ser humano dotado de una gran sensibilidad y capaz de advertir componentes
extremadamente sutiles del amor, similar a los que mostraría en su novela “Muerte en Venecia”.
Mynheer (Señor) Pieter Peeperkorn es un
personaje espectacular, e irrumpe en la novela como una inmensa ráfaga de aire fresco e irreverente
en un sitio dominado por una rígida formalidad en la cual los pacientes
sometidos a una dictatorial rutina de curación. Este hombre que llega al sanatorio
es un enfermo, sí, pero – al mismo tiempo- un hombre enamorado de la vida, lleno de vigor mental, amante de la comida y
de la bebida, majestuoso en todos sus gestos, adinerado, y – por todo esto
- capaz de tomar por asalto el
establecimiento, lo cual lleva a cabo desde el primer día de su llegada. No
solo esto, sino que trae como “compañera de viaje” a Claudia Chauchat, la
fascinante mujer que había tenido con Castorp una única noche de locura
carnavalesca, la cual convertiría a nuestro joven amigo, para siempre, en su esclavo sentimental. El proceso por el cual
Castorp le llega a Chauchat es, en sí, una pequeña obra maestra de la seducción.
Desde el primer momento Castorp tutea a Claudia pues le dice que la formalidad
es un rasgo de pedantería. Después de larga reticencia ella termina por
consentir al decirle: “solicitas de manera galante, sabes seducir de una manera
muy profunda, a la alemana”.
Pero, ahora el escenario ha cambiado, Peeperkorn y Chauchat
llegan juntos y toda la dinámica del establecimiento cambia drásticamente.
Castorp está conmocionado al ver a su Claudia en compañía de otro hombre, quien
– además – podría ser su padre. Sin embargo, su arquitectura emocional muy alemana no es la
del puñal o de los alaridos. Comienza a tratar
a la pareja de manera impersonal y respetuosa, iniciando diálogos con Peeperkorn
que llevan a este a tomarlo en cuenta. Peeperkhorn nota de inmediato la
exagerada formalidad con la cual Castorp trata a Claudia en su presencia, lo
cual le hace pensar que allí hay algo escondido.
Ello lleva a Claudia a hablar con Castorp y a sincerar la
relación que alguna vez tuvo con él.
Castorp le reprocha haber llegado acompañada y Claudia responde que Peeperkhorn
la ama. Pero Castorp se pregunta si ello es suficiente, si el amor de un hombre
lleva a la mujer a corresponderlo. Se
pregunta ¿Es amor o ternura y compasión lo que Claudia siente por él? Y, ¿cuál es la diferencia, a fin de cuentas, entre los dos sentimientos?
Por su parte Claudia le critica a Castorp su admiración y reverencia por el holandés y
Castorp le responde que Pepperkhorn es
“una personalidad” por quien es imposible no sentir respeto. Es
fascinante constatar que Claudia siente celos
por la atención que Castorp le dedica a Peeperkorn
En este diálogo entre los dos amantes Thomas Mann
enfatiza la ambigua naturaleza del amor, su dualidad entre la santidad y la
pasión. Mann nos dice que es curioso que la palabra amor pueda representar, con
igual veracidad, la más elevada santidad o el más carnal deseo. Mann nos lleva
a pensar que el amor es como una coraza
de protección que nos ha sido dada a los humanos para aliviar en lo posible la terrible
tragedia que es la vida.
Como resultado de ese diálogo Castorp y Chauchat forman
una alianza para proteger y cuidar al holandés, cuya salud es frágil, a pesar
de su aparente indestructibilidad. Castorp y Peeeperkorn también dialogan y el
viejo holandés le pregunta a Castorp: “¿Usted ama a la señora, no es cierto”? Y
Castorp, después de muchos intentos de evadir la pregunta, le habla de su
relación con Claudia y de la alocada noche de carnaval, noche de máscaras y disfraces.
Esa fue la noche antes de que ella se ausentara – le dice - y desde entonces la había estado esperando de
regreso, hasta el día que lo hizo…. “acompañada por usted”.
“¿Y usted todavía la ama”? Y Castorp le responde: “Lo
siento, pero mis sentimientos de respeto y admiración por usted hacen inapropiado
para mí hablar de mis sentimientos hacia su compañera de viaje”.
“¿Y ella le corresponde?”, insistió Peeperkhorn. Y
Castorp le dice: “Es que yo no digo que ella me correspondió alguna vez. No hay
mucho en mí que sea amable. No tengo su estatura. Una mujer puede ser atraída –
en algún momento - por el interés que le
muestra un hombre”.
Como resultado de este diálogo Castorp y Peeperkhorn
forman una amistad en la cual se comienzan a tutear como hermanos y comentan,
sonriendo, que ello incomodará a Claudia, ya que hay pocas cosas que irriten más
a una mujer que sus dos amantes se lleven bien.
Las cosas no terminan bien, lamentablemente. Peeperkorn
se suicida, Claudia se va sola y Castorp queda en el sanatorio por algún tiempo
hasta que se va a la guerra. La frase final que escribe Mann es: “De este festival de la muerte, de esta horrorosa
fiebre que inflama la noche lluviosa a nuestro alrededor, ¿se elevará el amor
algún día”?
Su última palabra es amor.
Hemos asistido con el placer y la vergüenza del voyeur a las peripecias de ese
amor y “La Montaña Mágica” sigue en mi mesa de noche, como puerta al Sanatorio
Internacional Berghof, la cual abro por ratos para visitar a mis antiguos amigos, quienes – me reconforta
saber - ni envejecen ni mueren.
Siempre he creído que toda esa vitalidad tan nuestra que uno
ResponderEliminarpuede leer en La Montaña Mágica tiene que ver con
que la madre de Thomas Mann era brasileña.
Pero tal vez son cosas mías.
Es muy probable
ResponderEliminarLa vida de Julia Da Silva-Bruhns, la madre, en Paraty, Brasil, era objeto de gran curiosidad de sus hijos, quienes escuchaban fascinados sus cuentos. Ella era hija de indio brasileño y madre alemana, creo. Se casó a los 17 años y tuvo cinco hijos. Llegó a Alemania como huérfana a vivir con tía.