Hoy es un día lluvioso en Virginia y, asomado
por mi ventana, pienso que nuestro planeta Tierra está lleno de millones de
modernos Robinson Crusoe, cada quien inmerso – en mayor o menor intensidad – en
su gran batalla contra la soledad. En mi caso, hablando en términos
beisbolísticos, ya tengo tres strikes en contra. Sin embargo, el juego de béisbol que es la vida tiene sus propias reglas y no tenemos –
necesariamente - por qué poncharnos con
tres strikes.
¿Cuáles son mis tres
strikes?: la muerte de mi compañera, el cáncer y la amenaza del corona
virus.
Hace cuatro meses falleció mi esposa después de 62 años
de matrimonio. Habíamos sido muy felices durante esos 22.500 días juntos y nuestro matrimonio había atravesado varias
etapas, todas maravillosas : la del amor de jóvenes, muy físico, la del amor de
la madurez, la del amor con los hijos, la del amor de compañeros, la del amor de hermanos, la del amor agarrados
de la mano, al entrar en nuestra octava década, la del amor de la madre hacia el hijo, cuando
la desbordada ternura maternal de mi esposa ya me veía como hijo a quien
cuidar. Múltiples etapas de una vida en común, cada vez más
identificados el uno con el otro, casi como hermanos siameses.
Así como los hermanos siameses están pegado físicamente
los esposos que han sido felices por décadas se van fusionando espiritualmente y, hasta casi fisiológicamente. Ya yo sabía lo que Marianela me iba a decir y
ella sabía lo que yo le iba a decir, sin necesidad de hablar, porque habíamos desarrollado algún tipo de comunicación extrasensorial, el
producto de tantos años juntos. Tuvimos
la suerte de descubrir temprano la clave de nuestra felicidad, la cual era el
compartirlo todo, un amanecer, un atardecer, una botella de champaña, un viaje,
unas lágrimas, una sonrisa, la belleza natural y la belleza del arte.
Cuando llegó el coronavirus y nos convertimos en prisioneros
en nuestra propia pequeña isla, pudimos sobrellevarlo, porque nos teníamos el
uno al otro. Agarrados de la mano, pensamos que nada podía sucedernos si estábamos
juntos. Cada día era un derroche de ternura, un desearnos buena suerte, un
abrazo y una bendición.
En la madrugada
del 6 de Julio, algo me despertó. Me fui a su lado de la cama y la
traté de despertar y no despertó. Su cara estaba llena de placidez, había
atravesado una puerta sin sufrimiento, una puerta que se cerró para siempre.
Y eso es lo que no he podido superar aún, esa confrontación
con la muerte, la cual ha dejado de ser
una abstracción, la cual llega en
silencio y no nos permite decir algunas palabras amables, un Te Quiero, dar un abrazo tierno, despedirte
de manera civilizada. Es una puerta que se cierra, con aterrorizante finalidad.
Para quien tiene 87 años esta es una nueva realidad difícil
de asimilar, ¿cómo llenar esta inmensa
soledad? Yo tengo la inmensa suerte de
tener hijos y amigos maravillosos quienes se han movilizado para tratar de
llenar el inmenso vacío. Ello funciona poderosamente por días, por semanas.
Representan formidables aliados en mi batalla contra la soledad. Pero es
muy dura esa batalla, porque, mientras más felices fuimos, mayor es la
sensación de ausencia y más horrible el silencio.
La presencia del coronavirus no ayuda. Limita a la
persona a su casa, le impide viajar, interactuar socialmente, magnifica la
soledad y alimenta el recuerdo de los momentos trágicos, recuerdos que añaden a
nuestra sensación de vacío espiritual.
Lo que estoy haciendo es, de manera laboriosa, construir
mis defensas contra el duro enemigo: oír música, leer, caminar en las mañanas,
ver películas viejas. Entre las 12 y la
3 de la tarde de cada uno de mis días, prendo mi laptop que ya cumple 10 años
conmigo y comienzo a escribir. Me sirvo un trago, dos tragos, de whisky y escribo
sobre esto o aquello. Me levanto del lap top, voy a
la cocina y corto tomates y corazones de lechuga, abro una lata de carne con
papas (corned beef hash, $2.29), melocotones en almíbar y almuerzo hacia las 3:30 de la tarde, con bastante
apetito. Durante esas tres horas de cada día abro una ventana bondadosa y optimista sobre el
futuro de mi vida. Es una vida, pienso, que estará compuesta de progresiva resignación
ante la ausencia de mi compañera, de homenaje a su legado, de amor por mis
hijos y nietos, de una victoria, al menos temporal, contra el cáncer y de ver cómo,
en la primavera del año próximo, una vacuna viene a liberar a la humanidad de
esta horrorosa pesadilla. Tengo tres
strikes, sí, pero no estoy ponchado.
Esa ventana diaria durante la cual dejo volar mi imaginación
y recojo los escombros de la esperanza me lleva a buscar nuevas causas que
puedan enamorarme y me den una razón para seguir viviendo. En la medida en la cual
esta ventana siga abierta, en esa medida
estaré ganando la batalla.
Cada quien piensa que su experiencia es excepcional. Realmente, esta es una experiencia que debe enfrentar
cada ser humano que se acerca al final natural de su vida. En esos momentos, el
hombre de bien anhela encontrar la posibilidad de hacer un último gran gesto, llevar
a cabo una labor meritoria, prestarle a
los demás un servicio final que le agregue sentido a su vida.
En mi batalla de cada día pienso en esa causa hermosa y la
busco en cada recodo del inmenso río que, nos cuenta Jorge Manrique, desemboca
en el mar.
6 comentarios:
Bellas palabras Doctor, nunca se está mejor que en el hogar junto a los seres que uno quiere. Y lo mejor es que hoy día está presente su círculo de soporte a minutos. En estos tiempos turbulentos, que nos afectan a todos los grupos etarios, la garantía de ese cariño vale mucho más que todas las riquezas materiales imaginables. Le abrazo afectuosamente en la seguridad de mi permanente amistad, Sebastián.
Buenas noches Ing. Grato como siempre al leer sus articulos. La soledad es una silente "batalla"entre nuestro cuerpo material y nuestro cuerpo espiritual. Si pasamos la prueba seguramente hemos dicho SI a esa dura batalla en ALGUN lugar del UNIVERSO por alguna razon.No es facil, lo se. Reciba mi respetuoso y calido afecto.
13 de noviembre de 2020, 15:53
La única verdad y la solución a nuestros problemas, incluyendo la soledad, es arrepentirse de los pecados y aceptar a Cristo como nuestro salvador. El cuerpo material es temporal pronto deja de existir y es reconfortante la reunión entre nuestro cuerpo espiritual y la fuente eterna que es el Cristo redentor.
Fuerza gustavito, que cada día te comience y te finalice una sonrisa.
Más ná!
tu amigo,
Humberto Acosta
Belo Horizonte
Brasil
Muchos saludos y Bendiciones.
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