Felicidad es ser dado de alta....
Poco después de haber llegado a USA como residentes, en 2003, tuvimos una emergencia médica en la familia. Fuímos a un hospital cercano y allí mi familiar fue tratada con rapidez, sujeta a exámenes diversos y dada de alta a las 36 horas. Cuando llegó el momento de la dolorosa (la cuenta) me hicieron una serie de preguntas sobre mi seguro médico y situación social general. No teníamos seguro médico, ya que a nuestra edad no hay aseguradora que se atreva a hacerlo, a menos que cobre una prima tan alta como para ser impagable. Ahora tenemos MEDICARE pero en ese momento, y por los primeros cinco años de residencia, no éramos elegibles.
En fin, lo que sucedió fue que, como resultado de esa entrevista, la cuenta original de $5200 fue rebajada a $2100, a ser pagada en cuotas mensuales de $40, sin intereses. Aquello me pareció bastante anti-capitalista, más bien como un verdadero socialismo del siglo XXI.
Esta cuenta ya fue cancelada y esperamos, como esperan la mayoría de los ancianos de este mundo, no tener que pasar por un proceso largo y costoso de camino hacia la muerte, lo cual sería penoso tanto material y espiritualmente para quienes deben “cargar con el muerto”.
Esa experiencia de 36 horas en aquél hospital inmenso, rodeado de gente que se quejaba, rostros compungidos y personal intensamente atareado, más el tratamiento tan solidario por parte del departamento de cobranzas, me produjo el deseo de “pagar” lo que consideré una deuda contraída. Esa deuda no era la monetaria, tanto como la de gratitud.
Por ello, al averiguar que allí existía un programa de voluntarios me presenté un día en el hospital para enrolarme. Pensaba que podía ser un puente entre los pacientes y sus familiares quienes no hablan el idioma y el personal médico y administrativo del hospital. En el hospital me explicaron que esa tarea era llevada a cabo por empleados profesionales, no por voluntarios, dada su naturaleza tan delicada (imagínense a alguien traduciendo incorrectamente un síntoma o un tratamiento y sus posibles consecuencias). Si quería ser voluntario, me dijeron, tendría que ser en tareas más modestas y hasta humildes.
Tuve que llenar un formulario bastante exigente y presentar tres referencias personales sobre mi buen carácter ciudadano. Supongo que el hospital desea asegurarse de que no adquiere los servicios de algun pervertido sexual o de alguien interesado en sustraer equipos médicos. Al cabo de un par de semanas fuí notificado que había sido aceptado y se me convocaba a una sesión inicial de entrenamiento.
En esa sesión habían una doce otras personas que se iniciaban como voluntarios, de edades entre 18 y 80 años, nueve mujeres y tres hombres. Allí aprendimos los códigos médicos que rigen en el hospital, como transportar a un paciente en silla de ruedas (es toda una especialidad) , como llevar una muestra médica de la sala de hospitalización al laboratorio (o los laboratorios porque hay varios), por donde transportar pacientes en aquél laberinto que interconecta cuatro edificios (hay áreas especiales para esto, dado que los pacientes no desean ser vistos en batolas por los visitantes), como identificar correctamente al paciente a quien se le está dando de alta (hay que estar seguros de que uno está lidiando con el verdadero paciente), como responder a preguntas (uno no puede ceder a la tentación de opinar sobre la aflicción del paciente o, mucho menos, sugerir algun medicamento, cosa dificil para un venezolano), que hacer en caso de incendio (antes de salir corriendo), que hacer si se escapa un paciente o si no sabe donde está. En fin, una sorprendente variedad de situaciones que pueden presentarse y a las cuales el voluntario debe aprender como enfrentar.
El hospital tiene unos mil voluntarios, quienes se turnan 24x7. El trabajo que hacen representa una contribución de unos cinco millones de dólares al año, ya que ese sería el monto en salarios y beneficios que el hospital tendría que pagar si ellos no existieran. Encontré voluntarios que han estado allí por 15 o más años, semana trás semana. Algunos ya son tan ancianos que no pueden transportar pacientes pero si pueden llevar especímenes médicos de un sitio a otro. Para ellos seguir siendo útiles es literalmente una cuestión de vida o muerte.
He encontrado mi tarea sumamente gratificante. Como una buena parte de lo que hago es llevar a pacientes de su habitación a la salida, donde los esperan sus familiares para regresar al hogar, la mayoría de esos pacientes transfieren su sentimiento de gratitud al último representante del hospital que ven, ese que los lleva al auto.
Ese soy yo. De vez en cuando hay quien se va insatisfecho pero esa es la minoría. A todos les digo: “no queremos verlo (a) más por aquí”, lo que siempre genera una sonrisa.
En las 200 horas de servicios voluntarios que he acumulado hasta ahora he tenido la oportunidad de constatar el coraje y la entereza que muestran pacientes y familiares frente a la enfermedad, y la solidaridad que los acompaña por parte del personal médico, enfermeril, administrativo y voluntario. Aún el mejor de los hospitales (y este está entre los primeros cincuenta de los Estados Unidos) no es un sitio donde la gente quiere permanecer. A veces llega la muerte para algunos. Pero todo es manejado, el sufrimiento y la muerte incluídos, con dignidad.
En un bello rincón del hospital hay un sitio arbolado y tranquilo, dedicado a la meditación. En ocasiones, en momentos en que no estoy haciendo algo, voy allí a meditar unos minutos sobre lo maravilloso que es la solidaridad y la bondad de los seres humanos. Uno de mis compañeros, quien ha estado allí por 20 años y ya tiene 88 años, simboliza esa maravillosa cualidad. No falla un turno, no pierde la calma o el buen humor. En él veo un buen modelo para mi futuro, si tengo la suerte de llegar hasta allí siendo útil.
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