Durante mi niñez y adolescencia
las sinfonías de Mozart y las de Tchaikovsky, así como las operas de Verdi y de Puccini
llenaron una buena parte de mi vida amable y feliz en Los Teques. Era una
música perfectamente encuadrada en el ambiente general de aquel bello pueblo de
20.000 habitantes, donde todos éramos familia. Yo podia decir de muchos de los
tequeños que eran mis mejores amigos y, simultaneamente, mis más enconados adversarios
en los deportes, en los estudios o en el amor. Mi tio Leopoldo había sido la persona
que me hizo escuchar música clásica por primera vez, a los 10 años o algo así. No
solamente me ponía a escuchar los discos de 78 rpm sino que comentaba cada
pieza y el estado de ánimo del compositor al escribirla. Me convirtió en un
melómano para toda la vida.
De aquella época recuerdo
especialmente la Sinfonía #4 de Tchaikovsky y cada vez que la escucho viajo de
nuevo a esos días de plácida felicidad. Por supuesto, también recuerdo todas
las demás, porque ese caballero ruso fué una fuente infinita de melodías. La romántica
quinta, la triste sexta o sus primeras sinfonías como “Sueños de Invierno” o
“La Pequeña Rusia” acompañaron mi adolescencia y mis primeros enamoramientos.
Las sinfonías de Mozart preferidas eran las que van de la 38 a la 40. Debo
admitir, sin embargo, que a medida que he envejecido Mozart me ha ido
importando menos y ya casi le huyo tanto como a Haydn, perdonen la blasfemia.
El fin de mi adolescencia y el
inicio de mi vida adulta, entre los 18 y los 30, tuvo más que ver con dos
grandes compositores alemanes: Brahms y Wagner. El primero me ha acompañado
toda la vida, con sus cuatro sinfonías y su majestuoso concierto para piano #2.
Y Wagner me atrajo mucho desde el primer momento, casi todas sus oberturas:
Rienzi, Tanhauser, Los Maestros Cantores,
el Holandés Volador, la extraordinaria música de Lohengrin, la orgásmica
“Muerte por Amor”de Tristán e Isolda. Recuerdo sus oberturas como la música más tocada por la Orquesta
Sinfónica de Venezuela, cuando era dirigida por Vicente Emilio Sojo y ocasionalmente por Sergio
Celibidache en los conciertos gratis dominicales en el teatro Nacional,
primero, luego en el Municipal.
Hacia el final de mis 30 regresé
a los eslavos, ciertamente los rusos pero también los de por allí cerca, como
Smetana. Me atrajeron Borodin,
Kalinikov, Prokofiev y Rimsky Korsakov, pero
todavía me resistía a Shostakovich. Mi gran
descubrimiento de esa etapa fué el
compositor nacido en Tbilisi, Aram Kachaturian,
todo lo de él, especialmente sus suites “Mascarada”, “Espartaco”, “Gayne” y sus
espectaculares conciertos para Piano, para Cello y para Violin. Sobre todo el
de piano me llena de gran emoción y su majestuoso segundo movimiento me hace sentir
que viajo en camello por las inmensas estepas y dunas del Asia Central.
Lo que me ha fascinado siempre de los eslavos
es el predominio de la melodía. Los cuartetos para cuerdas de Borodin son de
una belleza excepcional y son, en mi opinión, clase aparte.
Hacia la mitad de mis cuarenta,
en un vuelo de Denver a Washington DC, volando a 40.000 piés, en un día maravilloso, sin
turbulencia, saboreando una vodka Stolichsnaya (todavía viajaba en primera
clase en esa época), oí por primera vez la Sinfonía #8 de Antonin Dvorak y tuve
un momento de verdadera epifanía. Nunca
la he dejado de escuchar, desde ese momento. Ella me condujo a buscar otras
composiciones de Dvorak, de quien solo conocía la Sinfonía “Nuevo Mundo”. Este
es un compositor absolutamente extraordinario. Su cuarteto para cuerdas,
llamado “Americano”, escrito en Iowa, ha
servido de ejemplo para los compositores estadounidenses de épocas posteriores.
Ya en los cincuenta le fuí infiel
a Tchaikosvky con otro ruso romantico: Sergio Rachmaninov. Fuí seducido, como
le ha pasado a millones, por su Concierto #2 para Piano y Orquesta pero luego
he encontrado que me gustan más sus otros conciertos, sobre todo el #3. Pero
también es maravilloso escuchar sus “Variaciones sobre un tema de Paganini” o
sus “variaciones Sinfónicas” o su “Concierto Elegíaco” o la exquisita Sinfonía
#2. Es uno de esos compositores que uno hubiera deseado que vivieran
eternamente, para que pudiesen seguir componiendo. En literatura me sucede lo
mismo con Jack Vance, un escritor de Ciencia Ficción quien, debido a su
avanzada edad, no escribe desde 1994 ( salió por la puerta grande con su
deliciosa novela “Ports of Call”) . Ahora solo puedo re-leer sus novelas,
porque ya no es possible esperar una nueva.
Al vivir en USA he sentido
especial curiosidad por compositores de este país. Los hay excelentes pero el
que me gusta más es George Gershwin. Su Concierto para Piano y Orquesta, en F,
es una composición de extraña belleza, que nunca cansa. Y su ópera “Porgy and Bess” está repleta de
grandes melodías. Gershwin compuso unos preludios para piano (creo que tres) rara vez oídos (no he podido
encontrar una grabación de ellos), que son absolutamente fantásticos. Me gusta
mucho Howard Hanson, en especial sus dos primeras sinfonías. Los conciertos para piano y orquesta de
MacDowell, aunque no son excepcionales, tienen para mí el interés de su
relación con Teresa Carreño.
Con la edad he llegado a apreciar
más y más la elegancia suprema de los compositores franceses. De Debussy “El
Mar”, “La Pequeña Suite”, y de su hermano espiritual, Ravel “La Valse”. Pero
hay otros extraordinarios, como Gabriel Fauré y su bellísimo “Requiem” (en
especial el Pie Jesus) y Eric Satie, el de las extrañas y cautivantes “Gymnopedies”.
LLegué finalmente a la aceptación
de Shostakovich el día que escuché el segundo movimiento de su Concierto #2 para
Piano y orquesta. Fue como descubrir que Picasso sabía dibujar!
Desde mi adolescencia he
escuchado con una mezcla de deleite (70 por ciento) y fervor patriótico (30 por ciento) a compositores venezolanos
como Evencio Castellanos (Santa Cruz de Pacairigua y El Rio de las Siete Estrellas),
Inocente Carreño y su “Margariteña, Antonio Estévez, su “Concierto para Orquesta”
y su notable “Florentino. el que cantó con el Diablo”, cuyo final siempre me
pone la carne de gallina. Me deleito cada vez que escucho el Concierto para
guitarra y orquesta de Antonio Lauro y sus valses extraordinarios. Pero cuando me quiero emocionar de verdad con
lo que considero la esencia de la venezolanidad me siento a escuchar la música
de Aldemaro Romero. Su “Suite para Cuerdas”, el melancólico “Vals para
Clementina”, el extraodinario “Cuarteto para Saxofones”y, en especial, “Fuga
con Pajarillo”. Allí está mi Venezuela, en esa música. Y sus melodías como “Quinta
Anauco” y “De Conde a Principal” no desmeritan al lado de aquellas
composiciones. Aldemaro es el gran compositor venezolano del Siglo XX.
No conozco ninguno nuevo.
Debo hacer una mención especial
de una música que tanbién me llega al alma porque algo o mucho debo tener de
sangre ibérica (especificamente de Segovia) . Me refiero a la musica de España,
esa gran música que nos pone a bailar internamente. “El Sombrero de Tres Picos”,
de Manuel de Falla es probablemente lo más español que haya escuchado jamás. Pero
también lo es “Noche en los Jardines de España”. Y el Concierto de Aranjuez de
Joaquín Rodrigo.
La música clásica nos acompaña en
cada etapa de nuestras vidas y nos toma de la mano para llevarnos a comarcas
extraordinarias, donde Bach es tan grande como el cosmos, Stravinsky nos
describe la creación del planeta y Aldemaro y Juan Bautista Plaza nos muestran
las eestupendas versions criollas de la fuga.
1 comentario:
Magnífico artículo ! TCHAIKOVSKI es la MÚSICA.
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