La Voz que faltaba
Ramón Piñango
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N o sabemos cuándo comenzó todo. Este deterioro que se nos ha convertido en desgracia, en sufrimiento desigualmente distribuido pero padecido por todos de maneras diferentes, ¿cuándo comenzó? No lo sabemos. Sabemos que el origen se pierde en la historia del siglo XX, tal vez antes. Hoy es difícil precisarlo. Se requiere que transcurra más tiempo para escribir una historia serena sobre lo que ha originado esta circunstancia menguada que padecemos, impensable hace pocos años. Tanto dispendio, tanta destrucción de lo poco o mucho que habíamos logrado construir. Destrucción de lo natural, lo material, lo organizacional, de pautas de conductas compartidas por todos, a pesar de injustas desigualdades reconocidas por muchos. Destrucción de muchas cosas para construir muy poco, si algo.
Han sido diecisiete años de paulatino avance hacia la nada de la anomia, tratando de aprender a sobrevivirla. Pero es apenas recientemente cuando gran parte de la gente comienza a reconocer que estamos peor que nunca, y quienes no lo dicen ya se les hace cuesta arriba argumentar lo contrario. Estamos peor y vamos hacia algo aún peor.
Y llegamos a ese punto donde todos comenzamos a decir lo mismo al diagnosticar lo que padecemos, aunque los analistas se esfuercen por ser originales en la expresión, pariendo un término, una frase, un coefi ciente impactante. Si el diagnóstico ya no logra profundizar más en una realidad que alarma a todos, lo mismo ocurre con lo que decimos del futuro. En el diagnóstico y el pronóstico nos hemos vuelto repetitivos, aunque tratamos de crear textos técnicos, artículos de opinión y hasta textos literarios para la prensa o las redes, que luzcan originales.
La creatividad se nos agotó, estamos atrapados en la redundancia. Ya está dicho lo fundamental: estamos en medio de un desastre social político y económico que arrasó con nuestras riquezas, que nos hizo más pobres y más desiguales, en medio de una mayor injusticia, con un aumento significativo de la probabilidad de morir asesinados, sin lograr articular una respuesta política que entusiasme a las grandes mayorías. De infl ación, escasez, corrupción y crimen todos hablamos. Con más o menos precisión o elegancia, todos decimos lo mismo. Ya nadie es original.
Quienes disentimos del régimen, es decir, 80% del país, decimos lo mismo y no pasa nada, a no ser la profundización de la desesperanza, en buena parte por una reiteración intrascendente, al menos hasta ahora.
¿Qué nos falta decir? Nada.
Tal vez solo nos queda explorar nuevas formas de decirlo.
Hasta ahora hemos hablado como una inmensa masa de solistas, de divos y divas con excelentes voces que no logran articularse. Empresarios, académicos, artistas, analistas, sindicalistas, iglesias, comunidades, gremios profesionales, entre tantos otros actores, han hablado, a fi n de cuentas, como individualidades o como limitadas asociaciones sin sólida integración con otras personas u organizaciones para denunciar y exigir. Abundan las quejas, pero todavía no se ha manifestado un clamor o una gran exigencia de muchos al unísono, como poderosa voz que suene y resuene en todas partes que atormente a los poderosos del régimen.
¿Será que todavía no es posible emitir esa tremenda voz única? ¿Será que, después de todo, las cosas todavía no alarman sufi cientemente como para que se logre la unidad social necesaria para sumar fuerzas al denunciar y exigir? ¿Qué desastre, qué conmoción nos unirá, cuántos asesinatos, o de quiénes, son necesarios para un reclamo definitivamente trascendente? ¿Será que el miedo y la autosubestimación reinan en la sociedad civil e inhiben cualquier manifestación de inmenso reclamo colectivo? ¿Será que no existe quien la convoque o que no existe el clima para convocarla? Las explicaciones pueden ser muchas. Pero sean las que fueren, lo cierto es que solo cuando emerja esa poderosa voz renacerá la esperanza.
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