Retrato, Frans Hals, en el Mauritshuis
El año 1960 fue muy especial para mí . En enero de ese año me casé con Marianela Criollo, con quien tendría un feliz matrimonio por 62 años, hasta que la muerte nos separó. Casi inmediatamente después de casados la empresa SHELL me envió a La Haya, Holanda, a formarme como geólogo regional, esa especialidad que es a la geología petrolera lo que el internista es a la medicina, es decir, aquél quien toma todos los datos geológicos y geofísicos de una zona dada y los integra a fin de evaluarla desde el punto de vista de sus potenciales recursos petrolíferos.
Marianela y yo pasamos
un poco más de un año en La Haya, lo cual fue profesionalmente maravilloso para
mí y representó una extraordinaria luna de miel de larga duración para un par
de jóvenes venezolanos en la Europa de aquellos años, aun resentida de los
horrores de la segunda guerra mundial. Compramos un pequeño REANULT Dauphine y
cada fin de semana hacíamos viajes a localidades cercanas, tanto en Holanda como
en Bélgica, Alemania o hasta Francia y Escocia, si teníamos más días disponibles. Durante
ese maravilloso año en La Haya descubrimos los tesoros de la comida indonesia, especialmente
el gran banquete llamado Rijstaffel, en restaurantes
de la Haya tales como el Tempat Senang (aún existe), el BALI o el GARUDA. Descubrimos los arenques y el Oude Genever.
Paseamos por Scheveningen y por los bosques de Wassenaar. Llegamos a admirar y
a querer ese bello país, lleno de gente trabajadora y culta. Vivíamos en un
apartamento de la calle Aronskelkeweg número 18, el cual compartíamos con el bondadoso
fantasma del dueño, a quien veíamos pasar fugazmente por la sala de vez en
cuando.
Quizás lo que más me
impresionó de La Haya y de Holanda fueron los museos que alojaban las obras de
arte de sus pintores del siglo XVII, la llamada edad de oro del arte holandés:
Rembrandt, Frans Hals, Veermer, Ruisdael
y muchos otros. El impacto que me causó ver estas obras maestras cambió mi
apreciación por el arte pictórico, tibio hasta ese momento. La grandeza de las
obras de Rembrandt como La lección de Anatomía, la gente del pueblo pintada por
Frans Hals, las escenas domésticas de Jan Veermer, los sombríos y poderosos
paisajes de Ruisdael me cautivaron y me sentí fascinado por la hermosa sencillez
de los cuadros de pequeño tamaño,
naturalezas muertas y retratos.
EL MUSEO MAURITSHUIS
Rápidamente descubrimos
una joya en el centro de la ciudad, el museo llamado MAURITSHUIS, muy compacto en comparación con el Rijks Museum (Ámsterdam) que alojaba innumerables tesoros de la
pintura holandesa del siglo XVII. En ese pequeño museo encontramos todos los
grandes maestros de la pintura holandesa del siglo XVII, pero también encontramos obras de pintores de la misma época menos
conocidos, quienes cultivaban una pintura minimalista, sencilla y, debido a esa
sencillez, de una sublime belleza. Casi a la entrada del MAURITSHUIS
encontramos un pequeño cuadro que muestra un jilguero, Es un cuadro de una
espartana sencillez que nunca he podido olvidar.
El museo MAURITSHUIS,
en el centro de la ciudad de La Haya
El Jilguero, Carl Fabritius, 1654
Este cuadro es uno de
los pocos que se conocen de este pintor, quien murió víctima de una explosión
accidental ocurrida en Delft en Octubre de 1654, el mismo año en el cual pintó
esta obra de arte. Fabritius fue sacado de los escombros de su casa todavía con vida pero murió poco
después, a los 33 años. Todas sus obras fueron destruidas por la explosión. De
esa misma explosión se salvó el insigne maestro Jan Vermeer, el autor de la
Joven con zarcillo de perlas.
ADRIAN COORTE
En el cuarto 11 del museo
pudimos ver varias naturalezas muertas
del pintor Adrián Coorte, quien se especializó en pequeñas y exquisitas obras maestras, con frutas, vegetales y
mariposas que representan, en mi criterio, la más absoluta belleza, la belleza
de la sencillez.
Por ejemplo:
Y otras maravillas:
Fresas
Durazno con Mariposa y
caracol
En ese año que pasamos
en Holanda, cuando teníamos 23 y 25 años respectivamente, Marianela y yo
comenzamos nuestro largo y maravilloso
viaje. Haber pasado ese año en La Haya nos abrió nuestras mentes, aprendimos a
disfrutar de la naturaleza, a apreciar la belleza de la sencillez y la
austeridad y ética de trabajo del pueblo holandés. Fue un año de deleite para
nuestros cuerpos y nuestras almas. Lo único que no logré hacer fue aprender a
andar en bicicleta.
A nuestro regreso a
Maracaibo nació en la bendita tierra zuliana nuestro primer hijo, gestado cerca
del mar de Scheveningen, en la felicidad
generada por nuestra maravillosa experiencia holandesa.
1 comentario:
Recuerdo las Rookworst con cerveza y pan negro (de centeno). En Holanda yo viviría encantado de la vida.
Señor Abdo.
Uruguay.
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