Tolouse Lautrec pintó la vida teatral del parís de fin de siglo XIX, especialmente al Moulin Rouge, hasta convertirse en su gemelo espiritual. Gaugin y Tahiti son inseparables, como son inseparables el llano y la selva venezolanas de Rómulo Gallegos. Al hablar del Avila pensamos en Pérez Bonalde y su “Vuelta a la Patria” pero, sobretodo, en Manuél Cabré, el pintor que se hizo famoso haciendo famoso al Avila, pintándolo desde todos los ángulos posibles. Aunque el Avila es hermoso y es el objeto de la nostalgia de los grandes y pequeños venezolanos exiliados, como lo confesaba en sus cartas Andrés Bello, es indudable que Cabré le ha impartido a la montaña que preside sobre el valle de Caracas un sustancial valor agregado. En sus lienzos vemos un Avila con una personalidad que no siempre tiene en la vida real. Muestra nervios , músculos y tonalidades que no son facilmente aparentes a través de la contemplación del original.
Cabré y el Avila se complementan mutuamente y cuando vemos a la una pensamos en el otro. Para los caraqueños fuera de la patria un lienzo (reproducción) del Avila pintado por Cabré es un digno sustituto del original.
P.D. Esta nota es corta porque estamos haciendo hallacas.
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